Deporte

«La Guerra» del boxeo

Marvin "Marvelous" Hagler y Tommy Hearns protagonizaron en Las Vegas una de las peleas más salvajes de la historia del boxeo.

Laureles

Ayer me topé por la red con un encuentro entre dos viejas glorias del cuadrilátero. Para sorpresa de los ahí presentes se abrazaron afectuosamente y poco se dijeron ¿Para qué? Su manera de mirarse, tan cariñosa, lo decía todo. Marvin «Marvelous» Hagler y Tommy Hearns protagonizaron en Las Vegas, allá en los años 80, el combate más fascinante y salvaje de todos los que se recuerdan. En poco menos de 10 minutos, dos asaltos y pico, se calzaron una somanta de hostias en la que se conoció como «La Guerra». No se trató de una «batalla del siglo» más de las mil que cada semana se anunciaban como la madre de todas las peleas. No. Esta realmente lo fue, «The War». Un espectáculo tan salvaje como noble, tan breve como impredecible, pues ambos se dieron y recibieron auténticos obuses en forma de directos, jabbs, uppercutts y crochets, hasta que «The Hitman» Hearns besó la lona y se echó a dormir.

El Hagler vs Hearns fue, seguramente, la cumbre de la carrera de ambos contendientes. Habían sufrido muchos días y años de inhumano entrenamiento, de carreras matutinas a ninguna parte, sudor y linimento. Se enfrentaron a la eternidad en forma de comba, hambre, miles de asaltos de guanteo, horas y más horas frente a una pera y contra el saco. Peleas y más peleas, victorias y noqueos, millones de ejercicios abdominales, pesas, consejos y más consejos sobre estrategia y defensa. En suma, habían educado todo su ser hasta convertirlo en un arma de destrucción. Un aprendizaje lento y silente, anónimo, que los había llevado a la fama y hasta ese momento. Habían potenciado sus naturales talentos para llevarlos hasta la agonía. Durante el camino, a lo largo de su infernal viaje hasta ese 15 de abril de 1985, en el Caesar Palace de Las Vegas, habían descubierto que el rival nunca es el que está enfrente y la batalla siempre es contra uno mismo. Que lo importante no es caer sino volver a levantarse.

«Marvelous» Hagler se retiró, algunos años después, casi invicto (le robaron su último combate, que debería haber sido nulo, frente a «Sugar» Ray Leonard: el súper clase y niño bonito de toda la afición), millonario y con el aura de haber sido, seguramente, el mejor peso medio de todos los tiempos (con el permiso de Carlos Monzón y de otro «Sugar», Ray Robinson). Tommy Hearns también acabó su carrera millonaria y como uno de los mejores boxeadores de su época. Pasó a los anales de esta noble ciencia y arte de los guantazos como parte de los «Four Kings», los 4 Fantásticos del boxeo, junto a su némesis Hagler, el mencionado Ray Leonard y el panameño «Manos de Piedra» Duran, auténtica bestia panameña de las 16 cuerdas.

Hagler y Hearns son hoy unos sexagenarios, que parecen septuagenarios, adocenados en trajes de seda. Hombres silenciosos que sonríen cuando alguien les recuerda «The War» u otros míticos combates del siglo. Solo ellos saben lo que les costó llegar hasta ese día. Solo ellos saben el sufrimiento al que tuvieron que enfrentarse únicamente para llegar a esos menos de 10 minutos en los que juntos asombraron al mundo. Lucieron mucho antes y después, pero su máximo esplendor lo alcanzaron ahí y con desigual fortuna aquel día. Quizás por eso ya no queda nada de las bravuconadas que se espetaron en los albores de tan mítico combate. Sus silencios guardan el respeto hacia el rival, pues ese circunstancial enemigo es el único que sabe bien todo lo que sufrió uno para llegar hasta allí, ganara o perdiese.

El mayor triunfo para cualquier deportista en general es competir en unos Juegos Olímpicos. Dependiendo el deporte vale una Copa del Mundo o un combate por el título universal, sea el peso que sea. Al menos era algo increíble antes de la Kings League y de que los haters ningunearan todo porque sí y porque se aburren. El máximo honor que se puede alcanzar en esta competición es la medalla de oro. En los Juegos Olímpicos de la antigua Grecia era la corona de laurel el gran galardón. Un premio que hunde sus raíces en la mitología. Apolo estaba fascinado por la ninfa Dafne y la acosaba sin cesar. Ella aborrecía la mera idea del matrimonio y huyó de tan enamoriscado como sobón dios, quien la persiguió sin rendirse a la evidencia. Cuando iba a caer en sus manos, la ninfa invocó a su padre, el gran Peneo, para que la protegiera del pesado de Apolo. Peneo transformó a Dafne en un laurel. La corona de laurel, con la que se honraba a los vencedores en la guerra y en los Juegos Olímpicos, se interpretaba como un recordatorio irónico de que toda victoria es de lo más fugaz, efímera y una cosa vacía: que a menudo, conseguido el sueño, comprendemos que este ha cambiado y ya no es lo que perseguíamos; que nosotros mismos hemos cambiado durante el viaje hacia la ansiada gloria. Que al día siguiente empieza otro reto aún mayor, el de recuperar el entusiasmo por algo nuevo o quizás el de vivir. Porque nada ha cambiado ostensiblemente y el mundo sigue girando.

La excelencia solo se consigue a base de esfuerzo: un trabajo duro, silencioso y constante que lleva al hombre al triunfo en los Juegos Olímpicos y en lo que sea. También al fracaso, pero eso puede ser una victoria pues solo les ocurre a los que lo intentan de verdad. Jamás se consiguió nada fácilmente, sin tomarse las cosas seriamente, intentar forzar los propios límites para hacerlo mejor, en silencio y con tiempo. La inmediatez y velocidad a la que parece ir la vida no sirven para lo único que importa, alcanzar la mejor versión de uno mismo. Conseguir hacerlo lo mejor posible. Superarse cada día. Todo cuesta por mucho que no esté de moda. La gloria y los millones pueden llegar o no, pero el éxito siempre será interno, con uno mismo y efímero. Quizás por ello, sin duda, el mejor premio, el más alegórico, siempre será una simple y caduca corona de laurel. Simboliza perfectamente el importantísimo y absurdo valor de todo, como la vida misma. Poco más tenían que decirse Hagler y Hearns.

Fotografía | Getty Images

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